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19 de febrero de 2024

Sobre el captcha “No soy un robot”. Una reflexión sobre la condición humana, el valor social y el patrimonio cultural

Cualquier persona con acceso a internet ha tenido, por lo menos una vez, que marcar una casilla de verificación para comprobar que no es un robot. Las máquinas se aseguran de que haya una persona detrás del teclado para operar un comando y así comprobar que este último no sea una orden malintencionada programada para iterar cientos de veces para entorpecer el funcionamiento de un sistema.

Basta con dar un clic sobre la casilla “No soy un robot” para comprobar la naturaleza de quién solicita una acción. El sentido común lleva a pensar que la prueba consiste en medir la capacidad de leer, interpretar y actuar frente a una instrucción, pero en realidad lo que se evalúa no es el resultado sino lo que antecede a la acción y la forma como se realiza la tarea. En particular, el historial del puerto desde donde se opera y el movimiento del cursor hasta la casilla.

En síntesis, los “no robots” dejamos una huella de acciones que compendian nuestras necesidades, curiosidades, deseos y vanidades y, además, accionamos con pulso torpe herramientas e instrumentos. En otras palabras, los no robots, damos rienda suelta a nuestras demandas cognitivas y actuamos a partir de nuestra limitada condición material. En síntesis, tenemos mentes y cuerpos que funcionan de forma singular y caprichosa.

Pero la casilla “No soy un robot” pone de manifiesto además que vivimos en mundos en los que es necesario distinguir constantemente el accionar humano del accionar robot, lo que nos invita a pensar cuáles son las características de la condición y la experiencia humana y consecuentemente cuáles los límites de las inteligencias artificiales.

A continuación se hará una breve reflexión sobre el tema construida a tres bandas sobre la condición humana, el valor social y el patrimonio cultural.

Notas sobre la condición humana

¿Qué nos hace humanos? ¿La respuesta solo compete a la biología? ¿La respuesta ha cambiado a lo largo del tiempo? ¿La respuesta es limitada por nuestro lugar de enunciación?

Claramente abordar estas preguntas no es una tarea fácil. Al contrario, nos sitúa de lleno en largas tradiciones de pensamiento que han creado sólidos regímenes de verdad. Esquematicemos anotando que un grupo amplio de respuestas define la condición humana a partir de la oposición con la naturaleza. Lo que significa que identificamos en nosotros rasgos que delimitan un quiebre que nos hace únicos y singulares.

Siguiendo esa línea, el rasgo de rasgos sería la razón, entendida como la capacidad de reflexionar sobre nosotros mismos y de pensar y actuar a partir de lo que percibimos a través de nuestros sentidos. En otras palabras, somos seres capaces de crear categorías para ordenar la realidad, ubicarnos frente a ella y proceder en consecuencia.

Pero la promesa va más allá. La condición humana, como una condición racional, se ampara en el principio de que la razón se aplica a la transformación de la realidad de forma eficiente y eficaz. En breve, fabricamos herramientas, optimizamos su uso y adecuamos el entorno a nuestra voluntad. Homo sapiens, faber y aeconomicus.

Sin embargo, la ecuación es más compleja. Morin (2003), nos advierte que también somos homo demens, en la medida que no siempre anteponemos la razón al deseo, en la medida que la tendencia a la desmesura y al desequilibrio nos recuerdan constantemente nuestra fragilidad, poniendo en entredicho la vieja promesa humanista del humano racional.

Arendt (2016) por su parte, con la tríada labor, trabajo y vita activa, suma en la medida que desplaza la discusión de la esfera biológica -ocupada en pensar en clave de los modos de supervivencia y satisfacción de necesidades primarias- a la reproducción de la vida en un contexto social, en el que es central la participación en una esfera pública y el accionar político que le deriva. La condición humana como realización del ser social.

Ahora bien, la pregunta por la condición humana no se agota en sí misma, depende en buena medida del momento en el que se plantea la reflexión. En este sentido, ¿cómo podemos pensarla en la era digital? O tal vez de forma más precisa, ¿podríamos entender la condición humana por fuera de las relaciones que establecemos a diario con la tecnología? O llevando un poco más allá la reflexión, ¿qué nos deja esa construcción compartida y esa interacción constante?

Han (2022) nos describe como Prometeos modernos, condenados a la soledad en un mundo de rendimiento sin límite. Vulnerables y frágiles a pesar de todo lo que nos rodea, o mejor, por cuenta de todo eso que nos rodea e hiperconecta. Siguiendo esta línea, ahora en el hoy, señala que la experiencia humana debe rescatar las relaciones significativas.

Pero volvamos a la casilla “No soy un robot”. Como señalamos, no es nuestra razón, ni nuestra eficiencia la que nos permite superar la prueba. Es todo lo contrario. El resquebrajamiento de la promesa moderna por cuenta del capitalismo emocional de la era digital nos aleja cada vez más del giro humanista y antropocéntrico de hace un par de siglos. La condición y la experiencia humana, resumamos, parecen ser hoy por hoy hijas de la fragilidad.

Sobre el valor social

¿Cómo entendemos el concepto de valor? ¿Qué puentes nos ayuda a construir entre las cosas, sus representaciones y las sociedades en las que orbitan? ¿Quiénes, cómo y por qué lo determinan? ¿Existe alguna forma de valoración característica de la condición y la experiencia humana en la contemporaneidad?

Teniendo en cuenta lo anterior, empecemos señalando que un camino válido para entender la condición y la experiencia humana en el presente se relaciona precisamente con el concepto de valor. En particular, el valor entendido como un atributo, como algo que se otorga al universo material, cargándolo de sentido y haciendo que las cosas sean algo más que sí mismas.

El valor, en otras palabras, puede ser entendido como una operación que modifica y transforma la realidad. El valor resulta siendo un ejercicio cognitivo situado y direccionado, que nos habla del mundo, pero siempre desde la experiencia y la condición de quienes lo viven. En últimas, el valor nos habla de lo que somos.

Baudrillard (1981) sugiere que el valor de la cosas en las sociedades postindustriales tiene que ver cada vez menos con sus cualidades intrínsecas, con su materialidad e incluso con su realidad y más con sus significados dentro de los contextos culturales en los que circula. Es decir que el valor se construye en torno a representaciones y simulacros que, en últimas, terminan siendo más reales que la realidad misma.

En este sentido, las cosas tienen valor por cuenta de sus representaciones, y las representaciones son única y exclusivamente frutos de la creación humana, bien sea de naturaleza individual, en relación con nuestras biografías y experiencias propias, o de naturaleza colectiva, atadas a los acuerdos y consensos sociales con los que nos relacionamos. Todos, en últimas, regidos por un principio de autoridad que unifica, legitima y autoriza.

La pregunta que nos podemos plantear es ¿si existe algún tipo de valor social capaz de rescatar las relaciones significativas que dan sentido a nuestra condición humana? O, en otras palabras, ¿si existen procesos de valoración que provean seguridad ontológica frente a la fragilidad constante de la contemporaneidad?

Illoutz (2017), al hablarnos de la economía emocional de la contemporaneidad, menciona la idea de emmodity para describir aquellas mercancías cuyo valor se transforma por el entramado emocional que sostienen. Esto resulta interesante en la medida que, más allá de poner el acento en la comercialización de todas las esferas de la existencia, identifica en el mundo de los afectos y las emociones la clave para entender el valor que le otorgamos al presente. O mejor, el manto del deseo con el que cubrimos la realidad.

Pero entonces, la casilla de verificación, más allá de instrucción y acción, de rastreo y catalogación, es la certeza del fracaso del logocentrismo y al tiempo mismo el triunfo del sentimentalismo. O de forma más sencilla, cabe preguntarse si los “no robots” marcaríamos de forma voluntaria la celda si fuera un requisito opcional. Requerimos de una motivación, de una razón de ser, y esa, al parecer está signada hoy en el valor social que le atribuimos al mundo de los afectos.

El patrimonio cultural

¿Qué es el patrimonio cultural? ¿Cómo se relaciona con el mundo de los afectos? ¿Cómo se relaciona con la condición humana? ¿Qué verdades y qué trampas entraña?

El patrimonio cultural es una idea que se ha hecho poderosa, se ha amplificado y ha tenido eco en ámbitos burocráticos, administrativos, académicos y comunitarios desde las primeras décadas del siglo XX. Su uso se ha ido desplazando de la hiperespecialización disciplinar a constituir un elemento clave del lenguaje de la reivindicación comunitaria en el mundo entero. El patrimonio es, hoy por hoy, un atributo que se otorga a lugares, objetos y prácticas, cuando cumplen con un conjunto de criterios de orden histórico, simbólico y estético.

En otras palabras, el patrimonio rotula un ejercicio de valoración. Por lo tanto, destaca, singulariza y acentúa no solo objetos y acciones en el mundo, sino, como lo veíamos anteriormente, a quienes lo realizan y sobre quienes se realiza. En breve, el patrimonio es una operación del valor social y sus grandes disputas se centran en quién lo administra, qué criterios utiliza y a qué elementos se concede.

Smith (2006) lo pone en blanco y negro al afirmar que el patrimonio entraña siempre una dimensión política. Entendiendo que se trata de un discurso que administran instituciones, organizaciones, Estados y grupos para legitimar, celebrar y proyectar en el tiempo un conjunto de cosas que simbolizan ideas, creencias y perspectivas específicas. O si se quiere, que están relacionados con la memoria y la identidad, cimentando un deber ser que se proyecta a lo largo del tiempo.

Ahora bien, precisamente es su condición política la que permite que sea contestado por diversos actores en esa cinta continua de poderes y contrapoderes. Por lo tanto, al tiempo que el patrimonio está al servicio de grandes aparatos también aparece en otras escalas y con otros sentidos. Es decir, que si bien el patrimonio es un acto de autoridad de los Estados, es al mismo tiempo, y allí tal vez radica su paradoja más grande, un espacio de los afectos entre las personas.

Así, mirando atrás, señalamos que la experiencia y la condición humana en la contemporaneidad es frágil y que en buena medida el acto de la significación permite otorgar un sentido y un lugar en el mundo. Tal vez sea el patrimonio, como un acto de valoración del universo de los afectos a pequeña escala, la que permita rescatar las relaciones significativas que nos hacen seres humanos.

Pietrobruno (2018) reflexiona sobre como las plataformas digitales como Youtube y, puntualmente, los algoritmos que le dan vida invierten las relaciones de poder sobre las que se construye ese discurso autorizado, monolítico y estatal del patrimonio. Señala que, estos espacios gigantescos de almacenamiento colectivo rompen la univocalidad en la enunciación de lo que debe y lo que no debe ser. Los primeros resultados o los más vistos o los que generan más interacciones no necesariamente son los oficiales.

Entonces, siguiendo esta línea, nos encontramos con que precisamente los aparatos, los canales y los lenguajes que hemos creado, aquellos que inauguran la era digital, en buena medida tienen la capacidad de quebrar el orden tradicional de la representación y la narrativa monocorde del discurso autorizado. Volviendo, la tecnología brinda un escenario en el que se pueden subvertir relaciones de poder y, en corto, el patrimonio en la contemporaneidad también puede ser pensado como un dominio íntimo y significativo.

La casilla “No soy un robot” entraña entonces por lo menos una disyuntiva. Nos habla de un mundo en el que lo humano puede ser fácilmente emulado por un conjunto de comandos; uno en el que, entre más conexiones y más interacciones, más solos nos sentimos; donde, como usuarios, solo alimentamos estadísticas de consumo. Y otro, en el que precisamente nos ofrece la posibilidad de poner en duda el orden de la representación y de compartir esas otras formas de significación; uno en el que se tejen relaciones significativas, que ayudan a realizar nuestra condición.

Para cerrar, resulta claro que las inteligencias artificiales aun están lejos de producir representaciones significativas para nosotros o, más allá, para ellas mismas. El problema de la voluntad de la máquina queda bien expuesto en la casilla de verificación. Un robot puede realizar esa instrucción, pero en últimas, su simplicidad en el sentido y en el modo siempre lo dejarán en evidencia.


Referencias

Arendt, H. (2016). La condición humana. Barcelona. Paidós.

Baudrillard, J. (1981). El sistema de los objetos. Siglo XXI.

Han, B. C. (2022). La sociedad del cansancio. Herder Editorial.

Illouz, E. (Ed.). (2017). Emotions as commodities: Capitalism, consumption and authenticity. Routledge.

Morin, E. (2003). El método V: la humanidad de la humanidad: la identidad humana (Vol. 5). Anaya.

Pietrobruno, S. (2018). YouTube flow and the transmission of heritage: The interplay of users, content, and algorithms. Convergence, 24(6), 523-537.

Smith, L. (2006). Uses of heritage. Routledge.


Manuel Salge Ferro
Docente investigador
Facultad de Comunicación Social – Periodismo
manuel.salge@uexternado.edu.co

ISSN ELECTRÓNICO: 2344-8431
ISSN IMPRESO: 0123-8779

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