La guerra en Ucrania significa un punto de inflexión en el sistema internacional que, seguramente, tendrá efectos profundos sobre el orden global basado, hasta hace poco, sobre una serie de premisas de la posguerra. De forma ingenua, se ha repetido hasta la saciedad que el mundo libre, en ambigua referencia […]
La guerra en Ucrania significa un punto de inflexión en el sistema internacional que, seguramente, tendrá efectos profundos sobre el orden global basado, hasta hace poco, sobre una serie de premisas de la posguerra. De forma ingenua, se ha repetido hasta la saciedad que el mundo libre, en ambigua referencia a Occidente (Estados Unidos y Europa Occidental) debe y está en su derecho de contrarrestar lo que ha definido como “la invasión de Rusia” a su vecino ucraniano. Mientras tanto, Moscú insiste en una retórica en la que evita esa etiqueta y la reemplaza por “operación especial”, enfatizando en el derecho a su legítima defensa. Por la evidente incompatibilidad de posturas se ha obligado al resto del globo a tomar partido –como en las épocas más aciagas de la Guerra Fría– y, como si no hubiese otra lectura distinta entre la justificación de la acción rusa y el llamado constante a combatir a favor de una causa ucraniana, un ideal difuso y contradictorio.
Este artículo busca dar a entender, más allá de los debates sobre quién actúa en legítima defensa, los efectos de la guerra sobre una multipolaridad que asomó tímidamente en la posguerra, pero nunca tomó forma por la disputa Este Oeste. Posteriormente, esa multipolaridad se fue consolidando en el contexto de la Globalización con efectos positivos sobre el orden mundial. Para lograr ese objetivo, el texto se divide en tres partes: en primer lugar, se debaten las causas de la guerra rastreadas en la distribución del poder en la Posguerra Fría; en segundo lugar, se exponen sus posibles efectos sobre la multipolaridad que aún no han sido advertidos a pesar de los numerosos análisis dedicados a la coyuntura; finalmente, se presenta una serie de conclusiones sobre la fragilidad de la multipolaridad, al tiempo que se puede constatar la reemergencia de nacionalismo que parece ser un fenómeno de trascendencia en el mediano y largo plazo.
El texto es una propuesta por una lectura estructural de la guerra en la que se señalan algunos riesgos de insistir en la narrativa nacionalista en Occidente, una zona donde se ha combatido históricamente por los efectos catastróficos que tuvo en la primera mitad del siglo XX.
Las causas: una polémica compleja
El conflicto en Ucrania no empezó la tercera semana de febrero de 2022 como se podría suponer. En realidad, es consecuencia de causas rastreables desde finales de los años 90 y durante las primeras décadas de siglo, para lo cual es necesario remontarse a la forma como se negoció la estructura del sistema internacional tras la victoria frente al nazismo y el fascismo. Aquello se resolvió mediante el pacto con el que se blindó la multipolaridad y se expresó en la distribución de capacidades en el Consejo de Seguridad de Naciones Unidas (Laïdi, 2003, p. 297). Es decir, a pesar de que se ha afirmado siempre que el mundo fue bipolar en la Posguerra, institucionalmente fue multipolar, pues el orden global dependía del equilibrio de poder de los cinco miembros permanentes –Estados Unidos, Francia, Reino Unido, Rusia y China–, esta última fue aterrizando gradualmente, obteniendo capacidades y reconocimiento de manera paulatina. La entrada en escena de Beijing estimuló aún más esa multipolaridad.
Durante la segunda mitad del siglo XX, ese esquema bipolar en términos de poder nuclear y político, pero multipolar en materia institucional, fue efectivo, pues jamás las cinco potencias se confrontaron y las guerras mundiales quedaron atrás. Como muestra del éxito de lo anterior, los conflictos interestatales fueron más bien escasos, mientras que las guerras civiles o conflictos armados no internacionales marcaron la pauta (Biafra, Vietnam, Colombia, América Central, Nepal, Angola, antiguo Zaire, Sierra Leona y Costa de Marfil, etc.).
A finales de los años 90, tras la desaparición de la Unión Soviética, Occidente, representado geopolíticamente por la Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN), decidió avanzar hacia una hegemonía sin antecedentes. En esta iniciativa fue esencial el retorno a categorías que aludían a la Segunda Guerra mundial para identificar a enemigos del proyecto occidental. Los paralelos entre Adolfo Hitler o el nazismo con Saddam Hussein o Slobodan Milosevic estuvieron a la orden del día (Pombo, 10 de marzo de 2003; Garton Ash, 3 de abril de 1999). Todo con el fin de justificar las intervenciones a lo largo de dicha década en las que se revindicaba la defensa de un orden liberal como el que estaba en juego entre 1939 y 1945.
Con esa rebatible justificación, la OTAN se amplió en 1999 a Polonia, Chequia y Hungría, desconociendo lo pactado en 1990 con la inminente extinta Unión Soviética (Karaosmanoglu, 1999, p. 213). En la distensión negociada con Moscú, el bloque noratlántico se comprometió con la preservación del mapa geopolítico y a no sacar provecho en detrimento ruso de un orden emergente. A esta ampliación se sumó la intervención de la OTAN en Yugoslavia para disuadir a Milosevic de la violación de derechos humanos en Kosovo, zona de influencia rusa y donde los vínculos del mundo eslavo y ortodoxo fueron omitidos y vilipendiados por Occidente. Sin ningún reparo por la oposición rusa y china en el Consejo de Seguridad de la ONU, Estados Unidos impuso la idea de que solamente una intervención militar estabilizaría los Balcanes Occidentales (Joseph, 2005, p. 111). Aquello supuso una primera alteración de la multipolaridad por la desatención a la oposición de Moscú y Beijing a la intervención. Esta unilateralidad se repetiría con la intervención en Irak en marzo de 2003 a pesar de un marcado disenso, ya no solo ruso chino, sino al que esta vez se sumaron Estados tan representativos de Occidente como Francia y Alemania.
Guerra en Ucrania y la multipolaridad debilitada
En 2008, en un gesto ofensivo y capitalizando procesos de emancipación interna en Europa Central y Oriental frente a Rusia, Estados Unidos lanzó la idea de extender la membresía de la OTAN a Ucrania y Georgia. En ambos casos, en 2003 y 2004, respectivamente, ocurrieron las denominadas revoluciones de colores (rosa y naranja) donde cayeron liderazgos cercanos a Moscú, pero sin que aquello significara que, irremediablemente dichos Estados gozaran de consensos internos para alinearse con Europa Occidental como había ocurrido con otros, como Polonia o las naciones Bálticas (Jaramillo Jassir, 4 de diciembre de 2013). En esa ofensiva para ampliar la OTAN hasta territorio georgiano y ucraniano se alteró el equilibrio de forma definitiva hasta que Rusia decidió pasar a la ofensiva en 2022. Para hacerlo, tuvo en cuenta los siguientes factores: la radicalización de la postura de Kyiv en 2015, cuando decidió prohibir los partidos comunistas; el fortalecimiento del discurso contra la población rusófona, y la decisión ucraniana de defender la unidad nacional a través de la guerra en el Donbass, con un crudo resultado en materia de derechos humanos y en especial para la población rusa de la zona. Por obvias razones, estos hechos pasaron desapercibidos en Occidente, que seguía interpretando el proceso ucraniano como una simple emancipación de su vecino hostil.
Tras la operación rusa en Ucrania, la respuesta de Occidente fue inmediata. Se descartaron los canales diplomáticos para desactivar las causas de la guerra que se extendió durante las siguientes semanas y meses. Los líderes de Europa, con apoyo de varios medios hegemónicos, se apresuraron a interpretar la guerra como un fracaso para Rusia y se difundió el deber indeclinable de apoyar militarmente a Ucrania. En una embestida demagógica y extraña en una Europa definida en su proyecto comunitario como humanista, se romantizó la guerra, al recordar los valores del Estado-nación del siglo XIX y comienzos del XX. Con esto se concretaron sanciones contra Moscú, como nunca antes sobre ningún Estado del sistema internacional y, menos aún, del Consejo de Seguridad.
Nacionalismo, guerra y multipolaridad
La promesa de que Moscú recularía rápido con las sanciones se fue evaporando al mismo tiempo que las razones para apoyar a Kiev militarmente. Con este panorama, la multipolaridad vive su momento de mayor debilidad desde 1945, y ni siquiera en las épocas de mayor confrontación entre Estados Unidos y la URSS se vivió una ofensiva que ha dividido al mundo de nuevo en bloques, pero con efectos más trágicos que en ese pasado, por las conexiones y codependencias que se desprenden de la Globalización que ha completado 30 años. Dicho de otro modo: los efectos negativos de la guerra sobre la multipolaridad se exacerban por la forma como el sistema avanzó de forma acelerada en la trasnacionalidad. La estructura internacional se ha articulado para que lo que ocurra en una latitud tenga efectos sobre otras.
La situación en Ucrania rompe varias décadas de estabilidad en Europa con el agravante de que, incluso, llegó a contemplarse la amenaza de confrontación nuclear y de una guerra mundial, situaciones que parecían descartables en buena medida por la estructura multipolar.
Antes de la guerra, conviene recordar, Europa venía de un impulso para profundizar la integración. Consecuencia, entre otros, de la salida de Reino Unido, cuyos efectos dramáticos desestimularon a otros segmentos políticos en varios Estados de la Unión Europea que habían convertido el antieuropeísmo y el nacionalismo en sus banderas. Paralelamente, se había profundizado una suerte de clivaje entre una serie de Estados, en especial Hungría y Polonia, escépticos de la integración y defensores de un nacionalismo amenazante frente a la unidad y disidentes de valores relativos a los derechos humanos y la separación de poderes, respectivamente (Ballanger y Four, 30 de enero de 2022). En la otra orilla, Alemania y Francia se han caracterizado como promotores de una integración que defienda pluralismo, diversidad y sea favorable a concesiones soberanas en pro de la Unión.
Tras la confrontación en Ucrania y con el impulso definitivo de Estados Unidos, Europa se ha inclinado hacia el liderazgo nacionalista polaco en el que quedaron extraviados los valores comunitarios, humanistas y multiculturales. La influencia desmedida de Estados Unidos ha vuelto a marcar la pauta, mientras la ausencia de incidencia de Berlín y París favorece una nueva disputa de magnitud entre Estados Unidos y Rusia, dejando un papel secundario para Europa. Esa multipolaridad, aceitada en los últimos 70 años, parece hoy seriamente debilitada y el Sur Global, actor expectante y relegado, observa con inquietud cómo padecerá los efectos no solo inmediatos (retraso de la transición energética, inflación, inseguridad alimentaria, escasez, etc.) sino estructurales que aplazan, una vez más, la consolidación de una comunidad internacional entre iguales.
Referencias
Garton Ash, T. (3 de abril de 1999). “¿Milosevic es como Hitler?”. El País de España
Jaramillo Jassir, M. (4 de diciembre de 2013). “¿Por qué de nuevo la revolución en Ucrania?”. El Espectador
Joseph, E. (2005). “Back to the Balkans”. Foreign Affairs. 1: 111-122
Karaosmanoglu, A. (1999). “NATO Enlargement and the South. A Turkish Perspective”. Security Dialogue. 30 (2):213-224
Laïdi, Z. (2003). “Vers un monde multipolaire”. Études. 10 (1): 297-310
Pombo, E. (10 de marzo de 2003). “Hitler y Sadam”. La voz de Galicia.
Mauricio Jaramillo Jassir[1]
Profesor Asociado de la Facultad de Estudios Internacionales Políticos y Urbanos
Universidad del Rosario
mauricio.jaramilloj@urosario.edu.co
ISSN ELECTRÓNICO: 2344-8431
ISSN IMPRESO: 0123-8779
[1] Profesor Asociado de la Facultad de Estudios Internacionales Políticos y Urbanos de la Universidad del Rosario. Doctor en Ciencia Política de la Universidad de Toulouse, Máster en Geopolítica de la Universidad París 8 y en Seguridad Internacionales de Sciences Po Toulouse.